Decía Foucault, “…la prisión, lejos de transformar a los criminales en gente honrada, no sirve más que para fabricar nuevos criminales o para hundirlos todavía más en la criminalidad…” Difícilmente, podemos encontrar un lugar donde se violen más los derechos humanos en Venezuela que en cualquier establecimiento penitenciario, sea de penados, procesados, o de carácter preventivo. En nuestro pasado reciente se señalan los trágicos motines de Uribana, Yare, Rodeo, los cuales costaron cientos de vidas, por las cuales ninguna autoridad fue siquiera cuestionada formalmente. Y no se trata solamente de la violación de derechos a los reclusos, sino que el maltrato alcanza a familiares y amigos de éstos.
La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela consagra en su artículo 272 las directrices bajo las cuales debe regirse la estructura y funcionamiento del sistema penitenciario nacional. Un artículo de avanzada en materia de garantías y derechos, que no se cumple por parte del ejecutivo nacional. Aunado a esto, la dificultad que entraña el nombramiento de jueces, fiscales y defensor del pueblo por razones estrictamente políticas, apegados estos a lineamientos partidistas, convierten a la población privada de libertad en una comunidad sin voz, susceptible de maltratos y en condiciones infrahumanas, cuyo nocivo efecto es visible cada vez que un delincuente reincide, cumpliendo con la ya arraigada creencia, de que el paso por la cárcel no es más que el recrudecimiento de la maldad y habilidades del criminal.
Si bien es cierto que la política social del estado en la actualidad dista absolutamente de lo que podría plantearse como una redirección al problema del sistema penitenciario, la cual debe pasar indefectiblemente por la reforma del sistema judicial y leyes vigentes, así como una reestructuración de las políticas dirigidas a la reinserción social y rehabilitación del recluso, pasando por la construcción de infraestructura adecuada a tales fines, no es menos importante la acción inmediata, dirigida a establecer al menos las condiciones mínimas que salvaguarden -para comenzar- la vida de quienes están bajo custodia del estado en situación de privados de libertad.
Como parte de las propuestas ciudadanas, planteamos en esta ocasión la creación de la figura del Defensor Penitenciario, como un auxiliar del Defensor del Pueblo, encargado de galvanizar las exigencias mínimas que debe cumplir el estado en el ámbito penitenciario. Los problemas más urgentes a atacar por este Defensor, serían el hacinamiento, la presencia de adultos en retenes de menores (Centro Pablo Herrera Campins, Barquisimeto, donde los adultos fungen como pranes que maltratan y extorsionan a los menores), el incumplimiento en los lapsos de la prisión en centros preventivos (Comisarías) así como la alimentación y suministro de medicinas a la población de reclusos.
Esta figura estaría subordinada a la del Defensor del Pueblo a nivel estadal, pero operando en el ámbito penitenciario de manera de agilizarla atención a las situaciones que afectan a cientos o miles de internos, y sus familias. No intervendría en penas o beneficios, sino en acciones enmarcadas en los derechos humanos de los reos. Cumplida la primera etapa, el Defensor Penitenciario podría coadyuvar al proceso de reinserción social, garantizando el cumplimiento de lo establecido en el artículo 272 en lo concerniente a la posibilidad de trabajo por parte de los privados. En aras de garantizar su independencia y por tanto, eficiencia en el cumplimiento de sus funciones, se propone que el cargo sea nombrado mediante concurso público, sin filiación partidista y con un perfil académico idóneo, a establecer por el legislador. Estas gestiones, de la mano con el ente rector del área, deberán desembocar en un mediano futuro con la adopción de las Reglas Mínimas de Naciones Unidas Para el Tratamiento de los Reclusos, o Reglas Nelson Mandela (2015).
Cada día que pasa el sistema penitenciario en la vorágine del mal funcionamiento actual, es un día más de universidad del delito para el privado de libertad. Privado que pese a los prejuicios sociales, puede ser inocente. O estar inmerso en un proceso por razones políticas. Incluso, siendo culpable, es deber de la sociedad garantizar que sean respetados sus derechos. No podemos exigir el cambio del sistema político-jurídico actual aceptando de forma tácita sus vicios y desviaciones basado en que sus víctimas “son delincuentes”. Debemos alzar la voz para que cada ciudadano de nuestro país cuente con las garantías y derechos que le otorga la Constitución y demás instrumentos legales de los que Venezuela es signataria. Porque, como decía Mandela “Una nación no debe juzgarse por cómo trata a sus ciudadanos con mejor posición, sino por cómo trata a los que tienen poco o nada”. Hagamos lo justo.