Muchas culturas concibieron la naturaleza como un enemigo. El mundo natural estaba lleno de monstruos aterradores, fenómenos catastróficos, plagas y calamidades. Los humanos temían a su poder y no entendían sus designios ni reglas.
Era necesario protegerse: Por ello construyeron ciudades, murallas, culturas, dogmas y religiones que pusieron límites entre lo humano y lo natural.
Con el paso del tiempo, los humanos aprendimos, hasta cierto punto, a leer la naturaleza. Determinamos sus patrones y dedujimos sus leyes. Pudimos usar los lenguajes de la ciencia para representar y prever sus dinámicas. Describimos, mapeamos, analizamos y modelamos. Fuimos capaces, hasta cierto punto, de planificar y gestionar nuestro entorno, incluso de hacernos menos vulnerables a sus momentos de furia.
Ciertos enfoques contemporáneos buscan avanzar aún más en la comprensión del mundo natural. Ellos parten de reconocer la conexión inseparable de la naturaleza con los humanos, así como de la necesidad de entender y respetar las dinámicas naturales y trabajar con ellas. Esta perspectiva permitiría avanzar hacia sociedades prósperas, sanas y equilibradas.
Pero ahora en Venezuela renacen los viejos temores e ignorancias. Ya toda lluvia es una catástrofe, toda sequía es destrucción, toda acción responsable es soslayada, ignorada, negada.
Incluso están siendo relegados los conocimientos tradicionales sobre las condiciones ambientales del territorio venezolano. Son olvidados neciamente los desastres previos y se vuelven a cometer los mismos errores. Las condiciones ambientales son forzadas hasta el colapso.
Ahora ministros sin vergüenza usan la naturaleza como excusa, como enemigo, como elemento subversivo y terrorista.
Venezuela tuvo hasta hace poco un excelente servicio eléctrico que cubría prácticamente el territorio nacional. El mismo fue construido sobre la base de la explotación de nuestras propias capacidades de producción hidroeléctrica. Gracias a ello, el servicio de electricidad en gran parte del país era una condición dada por echo, por lo que incluso se instauró una cultura del derroche energético.
Asimismo teníamos un servicio de distribución de agua que mejoraba continuamente. Esto a pesar de las dificultades de la topografía y la estacionalidad extrema. A éste se unió un Sistema Nacional de Áreas Protegidas que preservaban las principales cuencas productoras de agua. Gracias a ello, por décadas la mayor parte de las ciudades tuvieron servicio de agua permanente y los racionamientos eran eventuales y de corta duración.
Avanzábamos hacia un Sistema Nacional de Gestión de Riesgos que progresivamente iba estableciendo políticas de defensa civil y protección contra desastres socionaturales, aún insuficientes pero en mejora.
Pero ahora, las graves y continuas deficiencias en el sistema eléctrico son culpa de iguanas, rabipelados, lluvias, centellas, sequías o cualquier otro fenómeno natural común.
Igualmente el servicio de agua es un derecho negado. En todo el territorio nacional, pueblos, ciudades, sectores urbanos y zonas rurales tienen el suministro racionado, a veces hasta de manera cruel e inhumana. La culpa parece ser de sequías que no han afectado de igual manera a los países cercanos.
En este momento toda lluvia fuerte o período de sequía tiene efectos dramáticos. Una tormenta costera reciente, mostró como en toda la zona afectada los daños más graves habían ocurrido en instalaciones construidas, incluso por entes gubernamentales, dentro del espacio que por Ley debía ser protegido y libres de toda construcción.
Actualmente la escasa producción agrícola depende únicamente de la buena suerte y las oraciones de los productores para que la lluvia y los otros fenómenos naturales sean propicios.
Y como dicen “parió la abuela”. El cambio climático es un enorme monstruo que nos amenaza de manera tan cerca que ya sentimos su aliento en nuestros cuellos.
Ya no vale la pena hablar del número de altos cargos del gobierno que han vociferado que el país es ejemplo global de lucha contra el cambio climático. Eso a la vez que el Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático previsto por la Ley de Gestión Integral de Riesgos Socionaturales y Tecnológicos tiene un retraso de casi nueve años y el Arco Minero del Orinoco es el proyecto de destrucción ambiental más grave que se ha planteado sobre esta tierra.
Es necesario reaccionar y resistir ante esa arremetida de ignorancia, perversión y demencia contra la base misma de los fundamentos ambientales de los cuales dependemos.
Reaccionar será tomar conciencia colectiva de a dónde nos lleva esta situación. Resistir es negarse a creer que este será un destino inevitable.
Es necesario como dice un amigo, “pensar más duro” sobre lo que debemos hacer para prender la luz que haga retroceder a la oscuridad.
Es también comenzar a construir el futuro. No podremos salir del laberinto en que vivimos si no creemos que tiene salida y caminamos hacia ella. Quizás aún no las tiene. Posiblemente haya que construirlas, perforar un túnel que nos lleve afuera. Pero ello no será posible sin unión, solidaridad, coraje y trabajo duro.
Creo en eso. Nos iremos encontrando en el camino de la Venezuela sustentable.