“La migración no es un placer, sino una necesidad ineludible y por tanto es un derecho”, “Migrar no es un crimen, criminal es el gobierno que reprime a migrantes”. Esas son las frases impresas en las pancartas que durante toda esta semana fueron colocadas frente a la sede del Instituto Nacional de Migración, la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar), la Secretaría de Gobierno y la sede de la Embajada de Estados Unidos en México.
Las consignas fueron gritadas a viva voz por un grupo de migrantes, entre salvadoreños, guatemaltecos, haitianos, hondureños y venezolanos que llegaron a la Ciudad de México en caravana desde el fin de semana pasado y solo piden a las autoridades la entrega de visas humanitarias para circular por el territorio mexicano, libres del acoso de los agentes del Instituto Nacional de Migración y de los funcionarios de seguridad. Algunos quieren seguir su camino hacia los Estados Unidos, donde los esperan familiares y amigos, mientras que otros tienen la intención de encontrar trabajo en México que les permita mejorar su calidad de vida.
En el grupo de migrantes había 34 venezolanos. La mayoría caminó los 55 kilómetros de la intrincada y tupida selva de Darién y otros miles de kilómetros para llegar a Tapachula (México). Afirman que antes de llegar a la Ciudad de México vivieron un infierno. César Romero y su esposa arribaron a Tapachula a finales del mes de septiembre. Llegaron exhaustos y sin dinero por la larga travesía que hicieron en camiones y a pie desde Costa Rica.
Como no pudieron pagar una pensión, durmieron en la calle. Pese a que se dirigieron a la sede de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado en esa región para solicitar protección, no los recibieron. La funcionaria les dijo que estaban hasta el tope de solicitudes de refugio. No se dan abasto por problemas presupuestarios y de escasez de personal. Les informó que la dependencia apenas cuenta con 50 funcionarios, desplegados en diversas regiones del país para atender la avalancha de peticiones.
Actúan bajo engaño
Ante la negativa no les quedó otra alternativa que deambular con sus dos mochilas y unos cuantos dólares en búsqueda de empleo. “Acá si no tienes papeles nadie te emplea, ni siquiera provisional. En una de esas noches que mi esposa y yo dormimos en la plaza central del pueblo llegaron unas patrullas. Nos despertamos y pensamos que habían robado a alguien. Se trataban de funcionarios de migración que estaban a la cacería. Se nos acercaron y nos prometieron que nos iban a regularizar y nos engañaron, nos llevaron a un centro de detención, de nombre Siglo XXI”.
Ese lugar era una prisión. A juicio de César, era la copia de la temida cárcel de Alcatraz. En ese centro había cerca de 1.600 migrantes. Los funcionarios les gritaban frases como: “Vete de aquí pinche pendejo. México es de los mexicanos y a los pendejos los dejamos presos en Tapachula”. Su esposa también fue víctima de acoso, mientras estaba recluida en un área destinada para mujeres. Había funcionarias que le decían: “Mami tú si estás rica, ¿quieres pasar un ratito rico conmigo?”. Esa tortura psicológica la vivió durante los 17 días que César y su esposa estuvieron retenidos en Siglo XXI.
La comida que les proporcionaban en muchos casos estaba fría y no los alimentaba. En muchos casos el plato estaba conformado por solo arroz y frijoles. Confiesa que entre las kilométricas caminatas para llegar a Tapachula y la permanencia en ese lugar, rebajó cerca de 6 kilos. No les permitían usar los celulares para comunicarse con sus familiares y al menos decirles que estaban bien.
Tampoco recibieron asistencia médica. Su esposa padecía fuertes dolores de cabeza y fiebre por las secuelas de la intemperie. Varias veces ella se levantó de una colchoneta delgada que le dieron para que descansara a pedir pastillas y se las negaron. Les decían: “Esto no es un hospital, tú decidiste migrar, ahora aguanta”. Una migrante guatemalteca se compadeció de sus quejidos y le dio un analgésico que la alivió.
En el centro de detención se formaban motines. Relata que grupos de migrantes se alzaban en contra de los maltratos, pero algunos fueron golpeados para tranquilizarlos y a otros los dejaban sin comida para castigarlos. Hasta que un día, de forma enérgica y masiva se pararon y protestaron contra el despotismo. Los agentes optaron por dejarlos ir. César y su esposa salieron del lugar, sin un rumbo fijo. Pidieron limosnas para comprar algo de comida y mantenerse y regresaron a dormir en las calles. Eran preferible las aceras y las plazas que regresar a algún centro de detención.
Se enteraron que una caravana estaba a punto de salir con destino a Ciudad de México para pedir a los entes gubernamentales que los ayudaran y decidieron incorporarse a la pesada y larga travesía. Caminaron 1.200 kilómetros de carretera para llegar a Ciudad de México. “A mi esposa le salieron llagas en los pies. Le calmaba los dolores con una pomada, una pastilla y unas vendas. Caminábamos hasta 30 kilómetros seguidos sin parar. La gente que vive a orillas de la carretera, nos regaló ropa, comida y agua para hidratarnos”.
Muchos desertaron de la caravana porque no aguantaron. César y su esposa decidieron continuar, pese a la fiebre, producto de las insolaciones, y a las llagas de los pies. No había marcha atrás. Su meta es llegar a Estados Unidos. Cuando llegaron a la Ciudad de México, junto con otras 535 personas fueron trasladados a un albergue improvisado que fue habilitado, a unas cuadras de la Basílica de Guadalupe. Lo bautizaron como La Casa del Peregrino y desde allí han salido durante la semana a diversas instancias gubernamentales a pedir que los dejen circular sin persecuciones porque ellos solo quieren un futuro mejor.
Sin oportunidades
Junto con César se encontraba Luis Colmenares, otro venezolano procedente de Barinas, quien huyó del país sudamericano porque no le alcanzaba el dinero para subsistir. Se fue a Perú, pero allí fue explotado. Trabajó en una gasolinera en Lima, pero apenas devengaba 1.200 soles con un día descanso al mes y jornadas de 12 horas de trabajo continuo. Hace unos meses decidió irse por trochas para llegar a Estados Unidos. Cruzó la temida Selva de Darién, pese a los obstáculos.
En la vía, se tropezó con 9 cadáveres. Algunos muertos por deshidratación y otros ajusticiados por las bandas que operan en la zona. En el camino, lo robaron y el coyote dejó a la deriva al grupo al que pertenecía, pese a que le pagó 150 dólares. Él se sumó a una caravana de haitianos para no seguir solo. Posteriormente cruzó las fronteras de los países centroamericanos para llegar a Tapachula.
Pensó que había llegado al paraíso, que se acercaba a su objetivo: llegar a Estados Unidos en búsqueda del ansiado sueño americano. El mismo dice: “qué equivocado estaba”.
En Tapachula también intentó buscar trabajo, pero no consiguió. Sin dinero y cansado decidió entregarse a los funcionarios de migración que lo trasladaron al centro de detención Siglo XXI. Allí estuvo 30 días que se le hicieron eternos. Aquellos migrantes que se alzaban los sacaban al patio y los golpeaban. Les decían “De acá no van a salir vivos cabrones”.
Era una película de terror. “Vivía con miedo. No hablaba, ni decía nada. Si me sentía mal, ni me quejaba”. Cuenta que la comida la servían en porciones reducidas. Casi todos los días repetían el mismo plato. A veces daban pollo con vegetales crudos y otros frijoles con arroz. Si alguien quedaba con hambre, debía aguantarte. No se valía repetir. En ese lugar había muchos enfermos con fiebre y deshidratación. Aquellos que se quejaban mucho, no los atendían. Había que mendigar pastillas y los insultos eran el pan nuestro de cada día.
“Al mes me dejaron salir y me advirtieron que tenía 15 días para abandonar el país. El funcionario en tono amenazante me dijo: no te quiero ver más en mi país. Salte como la rata que eres”. Luis quedó en la calle y sin dinero otra vez, pero conoció a un mexicano que le brindó ayuda y a los días se incorporó una caravana de migrantes porque era la única forma de salir de ese infierno. “Si tomabas un bus te paraban en las alcabalas. Pero si te sumabas a una caravana, entre cientos de personas, corrías menos riesgo de que te detuvieran porque podías esconderte”, decía.
La caminata de 1.200 kilómetros la hizo con temor. Tenía el trauma de la experiencia vivida en Siglo XXI. Los gritos, los golpes y otros atropellos de los que fue testigo los tiene en la mente. Ver a los agentes de migración y es como ver al diablo. Por un momento pensó en regresarse, pero decidió continuar. Llegó a Ciudad de México y está dispuesto a quedarse, siempre y cuando les respeten sus derechos y lo dejen trabajar para salir adelante.